Como si algo faltara a la alta distinción con que he sido favorecido al otorgárseme, por la generosidad de un eminente jurado, el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar me corresponde hoy la buena fortuna de recibir tal trofeo, de manos de quien como usted, doctor López Michelsen, une, a la elevada condición de su magistratura, los privilegiados dones de una excepcional inteligencia de estadista y de letrado, dones que de manera brillante y ya imperecedera han enriquecido el acervo de nuestra literatura con el espléndido aporte de ensayos sociológicos de original valor conceptual y literario, de oraciones de carácter político de veras adoctrinantes por lo magistrales y de elocuentes documentos de Estado, clara exégesis de la obra renovadora y creadora que usted inspira y alienta como presidente de la República. Nación por cierto, deudora de otros eficientes e insignes servicios suyos, prestados no solo ahora cuando la enaltece con su jefatura constitucional, sino antes cuando hubo de representarla como su personero, bien en nuestro Congreso, en la rectoría de sus relaciones exteriores o como conductor aclamado y acatado por su partido e intérprete cabal de sus principios e ideales democráticos. Además, y valga aquí lo meramente personal, me resulta singularmente grato recordar, en esta oportunidad para mí imborrable, la amistad, ya de años, con que usted me ha honrado, en amable correspondencia al afecto y la admiración que me han unido, desde inolvidables horas lejanas, a su vida, tan rica en diversas excelencias del espíritu. Cosa en manera alguna extraña, ya que ellas —tales excelencias— le vienen por la sangre progenitora de quien colmó, con gallarda prestancia intelectual y revolucionario ímpetu, buena parte de la historia colombiana de este siglo, y que hace tiempos figura, para gloria de la patria, en la inmarchitable nómina de sus próceres civiles y de sus artífices institucionales.
El premio que se me ha concedido —iluminado por la fulgurante palabra Bolívar— lo recibo con humildad orgullosa y con gratitud infinita, no solo como presea culminante de toda una vida consagrada ardorosamente a un menester hermosísimo, sino cual justiciero reconocimiento nacional a una institución, El Tiempo, tan hondamente arraigada en lo más vital y esencial de la crónica de los hechos contemporáneos colombianos, y tan entrañablemente consubstancial con la índole misma de nuestra nacionalidad. Porque el diario al que, desde hace 47 años, estoy ideológica y espiritualmente integrado —no solo vinculado— contó desde sus días alborales con el austero ascendiente de uno de los patricios de mayor entidad moral que haya tenido Colombia en todas sus edades. Sobra decir, porque tal verdad está en la conciencia de todos sus conciudadanos, que aludo y señalo al doctor Eduardo Santos. De su ejemplo de patriota y de sus enseñanzas de periodista irremplazable —a las que he procurado ceñirme leal y devotamente—, aprendí cómo esta profesión, a la que he entregado el precario caudal de mis energías mentales y aún físicas, hay que vivirla y ejercerla —claro en ámbitos de libertad— de manera irrevocablemente ajena a todo mezquino interés material o partidista, siempre con la frente en alto y el corazón en vigilia, únicamente atentos a cuanto pueda ser útil a la vigencia y aplicación normativa de nuestras ideas liberales, tomadas ellas en su más dinámica acepción universal y a cuanto, igualmente, signifique contribuir a la entereza y grandeza de la República, cifra cimera de nuestros mejores anhelos y nuestras más caras esperanzas.
Dentro de tal criterio, que fue en todos los momentos de su aún actuante rectoría el criterio de Eduardo Santos y acogido hoy a su nombre tutelar, he procurado poner en el ejercicio del encargo con que él me distinguiera, lo más puro que haya podido haber en mi ser plenamente consciente, eso sí, de mis limitaciones humanas y, por ello mismo, preocupado, sin solución de continuidad, por tratar de superar, con la radical dedicación de mi voluntad, el arduo empeño forjador de cada día. Como que es condición de nosotros los periodistas, la de ofrendar cotidianamente, sin reserva alguna y en la totalidad de nuestras íntimas esencias personales, todos nuestros esfuerzos, vividos y sentidos apasionadamente y renovados, sin tregua, en el alba de cada jornada.
Como alguna vez hube de decirlo, y ello fue también lección de aquel constante inspirador y guía, entiendo mis obligaciones de escritor y de ocasional orientador de la opinión pública, con algo así como un místico sentimiento sacerdotal, permanente y alerta notorio de la verdad, centinela suyo, apóstol de su ejercicio y mantenedor de su excelsa y augusta preeminencia. Lo mismo todo ello, ante la compleja problemática de lo nacional o frente a las trascendentes emergencias de lo internacional dispuesto siempre, con serena ecuanimidad, al más equilibrado juicio de los sucesos circundantes. Ser honesto en lo que se dice y se conceptúa; huir de la ambigüedad; mantener la raíz ética de la conducta; auscultar en cada instante dónde está el legítimo interés de la sociedad a fin de entenderlo y procurarlo, y combatir valerosamente, tenazmente, por las causas que más importen al bien común y más signifiquen realidad del progreso espiritual y material de nuestra circunstancia nacional, he ahí, a manera de regla de oro de mis quehaceres periodísticos, este irreversible designio, originado en mi ardiente deseo de prolongar la noble tradición de lo que un día vino inesperadamente a mis manos.
Para fortuna mía, jamás he estado solo o aislado en estos afanes y estos propósitos. En los inicios de mi sorpresiva rectoría, conté con la asistencia de ese sí paradigma de periodistas que fue Enrique Santos “Calibán”, quien me dio la mano en los primeros pasos y siguió ilustrándome, hasta la hora de su deplorable desaparición, con las luces de sus invaluables consejos de veterano y de maestro. Asimismo encontré luego, la compañía inteligente y fraterna de Abdón Espinosa quien, no solo como estupendo gerente sino como camarada irremplazable en la brega directiva, fue para mí, durante dieciocho años, ayuda y sostén no olvidados ni bien agradecidos. Otro tanto podría decir de Enrique y Hernando Santos Castillo, tan puntuales continuadores de las calidades de su estirpe, y quienes comparten conmigo hoy, en idéntica medida de fervor y rigor, responsabilidades y fatigas. No soy, pues, solo yo el distinguido con la estimulante insignia bienvenida, sino todos ellos, y en primerísima línea mis compañeros de la redacción y de la gerencia, así como los muy leales y devotos de los talleres, sin cuya invaluable colaboración mi tarea hubiera sido nula. En nombre de todos ellos y en el mío propio, he de agradecer, en esta ocasión propicia, el testimonio de cordialidad, con que han abrumado mi modestia, prominentes amigos y, sobre todo, muy gentiles compañeros de travesía profesional, trabajadores abnegados, desinteresados y excelentes de este periodismo colombiano, tan digno de reconocimiento y respeto sociales, por la rectitud y el talento de quienes lo ejercen, así resulte, de pronto, alguna despreciable excepción ínfima, extraña a toda decencia y antagónica con todo decoro.
Gracias, por último en nombre de mis compañeros galardonados, a usted señor Presidente de Seguros Bolívar, por la institución de estos premios, con que su empresa, en gesto ejemplarizante, ha querido vincularse a nuestro callado pero férvido y fértil trabajo de divulgación y dimensión colombianistas y a todo cuanto sus afortunados beneficiarios hemos cumplido como artesanos de la cultura, en su más puro significado humanista, excluyente objetivo sentimental de nuestros amores y nuestros sueños.