Cumple este certamen periodístico nada menos que veintisiete años de existencia y por cuanto alcanzo a recordar rodeado siempre del interés y la estima de sus principales protagonistas, los periodistas de Colombia, auspiciados, a su vez, por altísimas personalidades extranjeras. En esta oportunidad por ejemplo, respaldando la labor de redactores, radioperiodistas, locutores y comunicadores estuvo entre nosotros el profesor Malcolm Deas, uno de los mayores conocedores y amantes de nuestra idiosincrasia. Va para él nuestro reconocimiento y nuestra gratitud. Por el momento permítanme dedicarle, como en los corridos y los cancioneros, esta remembranza de los hechos que, entre todos, tal vez consigan recrear un pedazo de historia.
Publiqué mi primer artículo, el que hoy me retrotrae medio siglo, en diciembre de un año que no quiero recordar pero que es el que me presenta ante ustedes; digámoslo de una vez, lo escribí en la Navidad de 1947, hace medio siglo. Acababa de entrar a la redacción de un diario sui generis aunque muy colombiano, La Razón, donde el director y capitán Juan Lozano y Lozano, sacrificaba todo, cualquier cosa, por su amor a la libertad y en consecuencia a las ideas liberales. Ingresé, pues, a una especie de gabinete carbonato, donde se aplicaba la vieja máxima de los embajadores: “viajó sin viáticos y sin instrucciones”, lema cuya exactitud pude comprobar durante muchos años en mis futuras misiones diplomáticas.
El jefe de Redacción era por entonces el perilustre Félix Raffán Gómez, quien diariamente reunía a los escasos redactores, seríamos tres o cuatro, especialistas en el tema policial de baranda, para explicarles cuál sería la ración noticiosa de la media mañana. Como el periódico circulaba al mediodía no eran muchas las primicias que podíamos enarbolar, apenas un fabuloso editorial del ortodoxo Lozano contra el heterodoxo López Pumarejo, algunas notas culturales del subdirector, Fernando Guillén Martínez, y el anuncio de una jugosa recompensa por algún perro perdido buscado por el único suscriptor.
Lo importante —explicaba Raffán— es saber titular... y en ese ejercicio perdíamos o ganábamos la mitad del tiempo hábil. El titular —una tira de papel que debía enviarse a la Ludlow, maravillosa máquina manual que convertía la ideología en plomo—, el titular, digo, exigía el mismo número de letras en cada renglón, lo que conducía a los más absurdos retruécanos. En ese contexto floreció —para el novel periodista— su primera producción: una positiva reseña sobre el libro al alimón de dos poetas desconocidos: Álvaro Mutis y Carlos Patiño.
Pasaron los años, Mutis se convirtió en quien es, el maravilloso navegante de las letras cervantinas, y Patiño es hoy un catedrático admirado y respetado. Por mi parte seguí escribiendo notas editoriales y necrológicas, entre ellas la del gran Huidobro, fallecido en Cartagena, y en la Semana de Hernando Téllez durante el enero indiferente de 1948. En cinco meses el mundo cambió. De una Bogotá pastoril, con trescientos mil habitantes, pasamos a las peligrosas calles de los francotiradores que buscaban vengar el asesinato aleve de su insigne jefe, Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948. Con Meyer, el fotógrafo alemán, Fernando Guillén Martínez y Jaime Quijano Caballero acabábamos de fundar una precaria agencia de noticias, bautizada con optimismo como Continental de Prensa (COP). Aquel día aciago vimos desde las ventanas del Capitolio cómo la masa arrastraba el cadáver de Roa Sierra, el nazi demente.
Teníamos con Ana Kipper, la estupenda corresponsal de France Presse, un contrato para cubrir los eventos de la Novena Conferencia Interamericana que se desarrollaba en Bogotá. Fue en esos trágicos momentos cuando conocí a Jean Lagrange, enviado desde París y con quien trabajé años después en la sede de Buenos Aires.
El 9 de abril marcó a media humanidad colombiana, fue la culminación de una época y el nacimiento de la guerra terrible que todavía hoy padecemos. Esa guerra —no lo olvidemos— se libraba especialmente en las redacciones de los periódicos. Resultan inolvidables las reuniones de los llamados jefes de la época en los salones de los diarios, en El Tiempo, El Liberal y El Espectador, y en las revistas de aquellos días cuando todo el mundo quería tener semanario o radioperiódico. La prensa como cuarto poder se extendía sin cesar. Uno de quienes mejor lo entendían era el gerente y editorialista de El Tiempo, Abdón Espinosa Valderrama, autor en ese momento de un libro sobre la economía de la guerra y sus reflejos en la economía colombiana, y quien todavía escribe su columna de la página quinta...Sigamos con estas remembranzas.
Recuerdo a Crítica, el quincenario de mi padre, donde se producían las feroces caricaturas de Adolfo Samper contra el régimen, y donde publiqué un famoso reportaje con el entonces parlamentario Julio César Turbay, en el cual se denunciaba el despilfarro de la Conferencia Panamericana, con el título de “Destapen”, evocatorio de las campañas de Laureano Gómez “Tapen tapen” contra el liberalismo, amén de una serie de estudios del futuro presidente López Michelsen sobre los “antecedentes del 9 de abril”.
Entre 1949 y 1954 el panorama se oscurece y se instauran dos dictaduras... y por tanto dos censuras. Yo, y me perdonan ustedes el antipático yoísmo pero en este caso necesario, había adelantado mi etapa de formación europea con sede en Roma y escribía en El Espectador tocando todos los temas posibles desde la política italiana hasta la crónica futbolística.
Un buen día de 1955 saludé en Roma al expresidente Eduardo Santos. Con su proverbial gentileza, Santos me conminó a regresar al país y me ofreció dirigir la página internacional de El Tiempo. La oferta era tentadora y a las pocas semanas desembarqué en La Guaira con dirección a Bogotá. Fue el primero de la media docena de viajes transatlánticos que registré en mi cuaderno de bitácora y al que más tarde agregué las más curiosas rutas aéreas, desde Sidney (Labrador) hasta Moscú, Minsk, Ulan Bator, Pyong Yang, Buenos Aires, Río, Santos, y el Mediterráneo, Italia sobre todo, donde, durante un autoexilio voluntario de cinco años, escribí un comentario diario para InterPress Service y comentarios y entrevistas para la cadena de Vanidades que dirigía desde Miami esa formidable periodista que es Elvira Mendoza. Experiencia que repetiría como diplomático años después, en Roma, Abidjan y Caracas, capitales donde publiqué sendos boletines “periodísticos” de información colombiana. Recuerdo así, a la carrera, una entrevista pseudoimaginaria con el premio nobel Eugenio Montale, y otra más concreta con nuestro García Márquez al inaugurarse el Tribunal Russell en Roma.
Ese ejercicio me mantuvo actualizado sobre la situación nacional, lo que me permitió, al regresar a país, incorporarme sucesivamente a la vida periodística como constituyente, director de Cromos, y decano de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano, donde procuré modernizar los diplomados de prensa, cultura e internacional y profundizar en el periodismo digital.
Pero volvamos al pasado.
Santos me otorgó plena autonomía en la creación y dirección de la página que en poco tiempo se convirtió en referencia obligada sobre el tema. El trabajo periodístico es apasionante, sobre todo en el análisis de los procesos de desarrollo que en esos tiempos evolucionan y van estallando por todas partes. Desde el privilegiado mirador que era la sede de France Presse en Buenos Aires, el mundo de los teletipos ya no era ancho ni ajeno. Registré entonces la muerte de Stalin, el desarrollo del peronismo, la desaparición de Evita y la guerra de Corea. En aquel momento, la sala de redacción de una agencia poderosa como France Presse consistía en unos 20 teletipos que escupían sin cesar las noticias más estrambóticas de un mundo loco. Además hablaban en francés y los redactores debían traducir al castellano. Había una serie de periodistas y políticos latinoamericanos, exilados, entre los que se destacaba Hernán Siles Suazo, quien salió de la agencia para crear el MNR y alcanzar su subsiguiente presidencia en Bolivia.
También había una cuarentena de teléfonos y unos cinco mensajeros. Recuerdo el día en que se anunció la agonía de Stalin. De pronto todo enmudeció. Dos, tres segundos, medio minuto, un silencio inexplicable... Y de repente el mundo despertó... la masa de teletipos, campanillas y teléfonos rivalizaban para comunicar al mundo la agonía del Gran Dictador: Stalin agoniza, Stalin agoniza, Stalin agoniza... y todos traducían “Stalin agoniza, Stalin agoniza...” Todos los diarios de Buenos Aires aullaban por los teléfonos...: “Qué más, qué más...”
Por lo pronto, el mundo había cambiado. Como cambiaría también con la muerte de Evita... mientras las radios, todas las radios, proclamaban durante todos los días de los más largos años, que “son las ocho y veinticinco, hora en que murió Evita Perón...”. Como en el funeral del Gran Burundún Burundá, su cadáver de emperatriz desfiló por un Buenos Aires eternamente ignoto, vengativo y terrible...
En Bogotá los acontecimientos se precipitaban. Saltando cronologías evoquemos las censuras, fenómeno que por fortuna no conocen hoy los colegas del siglo XXI. Tras la clausura de los grandes periódicos, que asumieron nuevas personalidades bajo los cabezotes de Intermedio y El Independiente, se estableció la censura. Años duros en los que el trabajo se multiplicó buscando una nueva comunicación entre periodistas y lectores. Hubo que esperar la resolución de la crisis política de los cincuentas para que el periodismo, en todas sus variantes, recuperara su poder, aunque un poder ya bastante menguado. Recuérdese que en pleno furor del Frente Nacional, el gobierno llerista, por ejemplo, suspendió mi programa televisivo “Esta es Colombia” por ser culpable de difundir el primero de los grandes escándalos que inauguraron el uso de la palabra “transparencia”.
La Nueva Prensa nació en 1961 a consecuencia de una crisis de la revista Semana... Fundada por Alberto Lleras al dejar la presidencia, Semana seguía la fórmula de Time, adaptada a Colombia. Su éxito fue total y muy rápido, con Lleras en la Dirección y Abdón Espinosa en la Gerencia, encontró su sitio y su público. Su única competencia era Sábado, el semanario de Plinio Mendoza Neira que utilizaba otra fórmula: la de una página para cada autor, pero que requería contar con ensayistas de reconocido talento como Juan Lozano y Lozano, José Mar y Abelardo Forero Benavides.
En su primera década de existencia, Semana contó también con directores de primera magnitud como Juan Lozano, Hernando Téllez, Eddy Torres, Luis Zornosa Falla, Hernán Echavarría y Belisario Betancur, este último en la jefatura de Redacción. La violencia y la censura se encargaron de hacerle encontrar el nivel mental de incompetencia de aquellos tiempos y en 1958 ya no era sino una revista rosa que reproducía simpáticos gatos en su portada. Fue entonces cuando asumí la dirección de Semana. Mis exigencias fueron absolutas: la revista debía tener un proyecto político concertado y el director autonomía total para llevarlo adelante. Así se convino y Semana entró en una nueva y definitiva etapa.
Yo dejaba atrás cuatro años de apasionado trabajo en El Tiempo y en Intermedio. Primero como responsable de la información internacional y luego como comentarista, editorialista y secretario general de Redacción, y me encaminaba, con un selecto grupo de colaboradores, hacia la creación de un nuevo polo de poder periodístico en el país.
En los primeros veinte números de aquella nueva etapa conseguimos buena parte del objetivo que nos habíamos trazado. El éxito de ventas fue espectacular. La revista se convirtió en lectura obligada de los grupos de poder y en centro de discusión y polémica. “Ser lector de Semana —como lo subrayé en mi primera “Carta al lector” el 22 de julio de 1958— era participar en la aventura intelectual de pensar libremente, dejando a un lado prejuicios de partido, de casta, de clase, de condición”. Se resaltaba así la consigna llerista de su primer número: “Queremos ser objetivos, ciertos, en la presentación de los hechos. Queremos suministrar la mayor cantidad de información adicional sobre ellos. Y también un criterio...” Apocalípticamente jugábamos a los profetas y anunciábamos lo que estaba por pasar: “Para salvarse, Colombia debe darse cuenta de que está en una guerra, y adoptar medidas heroicas. Si no quiere o no puede adoptarlas, demagogos de derecha o de izquierda se encargarán de hacer el ensayo. Se hará por la fuerza, con sangre y sobre ruinas, lo que podría hacerse hoy por la razón”.
Poco a poco, rechazando la dicotomía izquierda-derecha que nunca nos satisfizo como alternativa ideológica, el diagnóstico político de la revista, su criterio económico, su prédica social, su dinámica cultural e, incluso, su revisionismo histórico habían creado en el país un clima de inusitada controversia intelectual.
Como nuevos heterodoxos discutíamos todo, dudábamos de todo, e irrespetábamos los más aparentemente seguros valores de una sociedad desconcertada que no se sabía en trance de radicales transformaciones. Buscábamos una reforma del Estado (como ahora) que impidiera la lucha de clases, el latrocinio y la violencia social. Ese era el leitmotiv y se nos acusaba de ser profetas de desastres. Y efectivamente los desastres llegaron… Llegó el terrorismo y revivió la violencia.
Desafiamos así lo que calificábamos de “inmovilismo” del Frente Nacional y abrimos las puertas al inconformismo de todos los sectores, fuesen el MRL en sus dos líneas, blanda y dura, lopista y uribista, el MOIR de Francisco Mosquera, el Frente Popular, el Frente Unido de Camilo y en fin todos aquellos que necesitaban expresarse libremente, desde Hernando Olano Cruz hasta el general Ruiz Novoa pasando por Darío López Ochoa. Todo un espectro ideológico, cuya presencia habría facilitado, tal vez, los nuevos caminos de la historia.
Dos inolvidables gentilhombres, Hernando Téllez y Hernando Martínez Rueda, en sus columnas cerradas, con ironía y sarcasmo sin par, se encargaban de desmitificar al pequeño burgués de entonces. Y otro tanto ocurría en los terrenos de la economía gracias a columnistas tan expertos como Hernando Agudelo Villa, Hernando Franco Bravo y Oscar Villegas, la salud (con la columna permanente del profesor Bejarano), y la literatura y el arte.
En aquellos primeros años de la década del sesenta esta febril actividad periodística y una serie de coincidencias nos convirtieron en foco de fermentos intelectuales y en centro de conversaciones, polémicas y debates ideológicos, que muchos de los aquí presentes recuerdan sin duda.
Hoy lo que más añoro y me divierte de tantas luchas que considerábamos trascendentales y definitivas, es el buen humor y la alegre ligereza que campeaban en nuestras lúdicas toldas mientras con total eclecticismo tumbábamos un gabinete ministerial, subvertíamos el tradicional orden taurino de la Plaza de Santamaría con las campañas contra el afeite de los toros, desestabilizábamos el mercado de las reinas de belleza o hacíamos tambalear un régimen con la destitución de un ministro de Defensa y demás fumarolas.
Los sesentas fueron años de revolución. La revolución venía empacada en las voces de los Beatles y transformó todo. Fueron años de política altiva, compromiso total y entrega. Al lado de Marta [Traba], que desplegó su entusiasmo crítico y su imaginación, nos sumergimos en ellos como todos los jóvenes de la época. El resultado fueron diez años de aventuras periodísticas. Es decir, la dirección de Semana primero y la de La Nueva Prensa después, como revista y como diario, tema bien tratado en estos días por Felipe López y cuyos detalles completos y curiosos pueden encontrarse en los números 707 a 718 de la primera Semana.
Paradójicamente la actividad mental del grupo se desarrollaba más y mejor en las brumosas horas de la madrugada, cuando por horas se discutía sobre la Reforma Agraria y las responsabilidades o irresponsabilidades del Banco de la República, lo mismo de que hoy se habla en el Congreso y en tertulias y corrillos.
Quienes nos habíamos formado en las redacciones de los diarios éramos irreduciblemente insomnes. Recuerdo haber cerrado durante meses ediciones de El Tiempo a las tres de la mañana, al lado de Roberto García Peña, Abdón Espinosa, Jaime Posada, Antonio Panesso y los Santicos, y ninguno de los colaboradores de entonces puede haber olvidado cómo abolimos el sueño durante las crisis de Hungría y de Suez.
En aquellos tiempos, en medio de las campañas mundiales por la paz, lo que podría llamar “mi experiencia” personal me confirmaba en la importancia del ser humano y del individuo, y en la certidumbre de que la decisión de un hombre es capaz —y así ha sido siempre— de cambiar la historia —suponiendo que esta tenga algún sentido o vaya en alguna dirección— dentro de la relatividad general en que nos movemos.
A Carlos Lleras de la Fuente me permití aconsejarle en la Constituyente que no trabajara tanto y le recordé que Horacio (el latino no Serpa) recomendaba el reposo. Consejo tal vez de actualidad en estos días del llerista “sin prisa y sin pausa” y del nuevo “trabajar, trabajar y trabajar”.
Fuimos siempre una prensa de combate. No hubo un órgano de prensa bajo mi dirección que no fuera combatiente y beligerante, y que no reivindicara la autonomía de sus redactores, pensadores y columnistas. Nadábamos contra la corriente. Hicimos “nuestra” política tanto cuando fuimos propietarios como cuando exigimos, en periódicos de propiedad ajena, nuestros derechos.
Abrimos el campo para centenares de escritores que hicieron sus primeras letras periodísticas en nuestras columnas y presentamos siempre opciones para la solución de los problemas que planteábamos. Por ejemplo en los Festivales del Libro Colombiano que organicé con Eduardo Caballero Calderón y bajo la dirección de Manuel Scorza. Todavía me encuentro a veces por la calle con viejos lectores y amigos. El tono es misterioso: “Cómo está... Yo era suscriptor de La Nueva Prensa y todavía tengo los libritos... qué tiempos aquellos...” Sí, efectivamente, lanzamos la primera gran edición popular de obras de Caballero, Téllez, Eduardo y Jorge Zalamea, Carrasquilla, Alberto Lleras, Álvaro Gómez y García Márquez (con La Hojarasca y El Coronel…), con tirajes de doscientos cincuenta mil ejemplares y en las calles de Bogotá con el auspicio de Semana. Sí, eran otros tiempos...
Dimos guerra, combatimos, exaltamos y denigramos. Fuimos muchas veces injustos pero en general éramos ecuánimes y equilibrados. Ahí están millares de páginas encargadas de mostrarlo y corroborarlo.
Esta vida y esta obra periodística, que los jurados han querido premiar con esta generosa exaltación, se corresponden y tienen una coherencia interna que no es difícil descubrir. Entre otras cosas porque son el resultado del trabajo prácticamente experimental de un equipo que durante muchos años acompañó y vigiló su realización. Y es este, tal vez, el momento de agradecer a todos aquellos que en una u otra forma participaron durante tantos años en este combate ideológico por lo que llamábamos entonces “la Nueva Colombia”, experimento en el que participaron, triunfaron y perdieron tantos amigos que aún hoy evocan con pasión aquellos tiempos. En primer término mi esposa, Cecilia, en cuyas portadas se reflejó el ser y el quehacer de centenares de colombianos relevantes y que en los días negros nunca perdió la fe ni la esperanza en días mejores; Antonio Cruz Cárdenas, cuyas crónicas ejemplares siguen teniendo vigencia; José María Espinosa, insuperable analista de nuestra endémica crisis económica, y tantos otros, lista ilustre de auténticos periodistas que bien merecen asociarse a este premio erigido por José Alejo Cortés para formar, educar e informar bajo la advocación del Libertador.
Fuimos, naturalmente, desnaturalizados por los grupos de las extremas políticas, pero no cedimos ni ante coacciones ni ante amenazas. Coincidimos en la defensa de los principios esenciales de la tarea periodística. Sabíamos y repetíamos, con humor, que en la antigüedad persa se recibía con fasto a los embajadores que traían buenas nuevas pero se les cortaba la cabeza cuando traían malas noticias. Un poco lo que estuvo a punto de sucederle a los embajadores de buena voluntad que viajaron al legendario Caguán.
Por nuestra parte interveníamos en cuanto suceso despertara la atención del país. De ahí la importancia que otorgamos a la publicación quincenal en nuestras revistas de la verdadera nueva historia de Colombia, escrita, o descifrada mejor, por Indalecio Liévano Aguirre. Decíamos entonces: “Estos episodios estelares de la vida nacional demostrarán que en Colombia han pasado muchas cosas y cosas muy graves y que en la galería de los próceres no están todos los que son”. Y nos lo confirmaba el excanciller de Venezuela, Simón Alberto Consalvi, con estas palabras: “Los grandes conflictos es una de las grandes obras de la historiografía de América Latina y muy pocos de nuestros países cuentan con una interpretación totalizadora y cabal como la que Liévano Aguirre hizo del proceso colombiano”.
Tener imprenta propia parece haber sido aspiración y vocación de mi familia. Lo recuerdo en el primer volumen de la antología La Nueva Prensa, 25 años después 1961-1986:
Por mi parte, logré comprar y luego vender la imprenta italiana en que se editaron Semana y La Nueva Prensa. De ahí salían, semana tras semana, nuevas ideas. Creíamos en la voluntad personal de cambiar las cosas o por lo menos de facilitarle a las nuevas generaciones los instrumentos (más que las armas) para transformar el mundo. Naturalmente también fuimos incomprendidos. Demasiados poderes en contra y demasiados intereses afectados. Enorme desproporción entre las expectativas que habíamos suscitado y las posibilidades ciertas de la acción práctica.La tinta de imprenta es algo que evidentemente los Zalamea llevamos en las venas desde cuando en 1770 don Francisco Zalamea y Herrera, fiel administrador de la Real Casa de Moneda, teniente de la Compañía de Forasteros de Santa Fe y Corregidor de Noanamá, llegó a Bogotá procedente de Antequera, España, y luego sus sucesores fundaron la Imprenta a Vapor de Zalamea Hermanos, que ocupaba el sector suroriental de la Plaza de Bolívar, sede actual del Arzobispado.
Ha pasado casi medio siglo y el tiempo, según la frase mitológica de Proust, “nos ha hecho olvidar nuestras antipatías y nuestros desdenes y las razones mismas que explicaban esas antipatías y esos desdenes”.
Yo había nacido en olor de diplomacia. Diplomático era mi padre y yo terminé también amalgamando las dos carreras, de periodista y de diplomático, que después se convirtieron en las más peligrosas y amenazadas de las profesiones modernas. El grito de “muera la inteligencia”, que desató los mayores horrores de la Guerra Civil española, sigue desgraciadamente en vigencia y es utilizado ahora por todos los extremismos, sean de derecha o de izquierda, lo que confirma, una vez más, la uniformización de la barbarie. Sin embargo, cuando el cañón calla, regresan el diplomático y el periodista empeñados en reconstruir, sobre las ruinas y el odio, el diálogo abandonado.
Cuatro presidentes de la República me encomendaron, en ese contexto, varias misiones diplomáticas. Además de las embajadas en Costa de Marfil, Venezuela e Italia, presidí las delegaciones a diversas conferencias internacionales, entre ellas las reuniones del SELA en Caracas, los comités especializados de la FAO y, por último, la conferencia estatutaria de la Corte Penal Internacional en Roma que firmé en nombre de Colombia. Entendí así que el oficio de diplomático ha ido adquiriendo mayor complejidad hasta extremos generalmente ignorados por la opinión pública. Los diplomáticos han pasado de ser “profesionales sin profesión” a constituirse en pieza maestra del fascinante ajedrez internacional como buscadores de verdades ocultas.
Hace algunos días un destacado planificador enunció una de esas verdades y dijo que Colombia estaba naufragando. Acudió a la metáfora de Gilberto Alzate Avendaño, político y periodista ejemplar, quien proclamó, antes del colapso de la dictablanda del general Rojas Pinilla y su reemplazo por la Junta Militar, que “esto es el Titanic hundiéndose con todas sus luces encendidas”. Alzate, clarividente, vería hoy que no es solo la guerra de guerrillas, la guerra de los paramilitares, la guerra regular e irregular, la violación de todos los derechos de todo el mundo y por todo el mundo... Es la desesperada lucha por la vida de toda una sociedad que ya no sabe ni para dónde mirar ni para dónde ir.
Una sociedad sin confianza y que se desplaza por todo un país en ruinas, entre el desconcierto de pensadores y periodistas para quienes las infinitas filas de sobrevivientes en quiebra ideológica y material parecen ser un misterio más. Porque lo que está en quiebra no es solo el territorio. Es la confianza en los protagonistas de esta tragedia.
Uno de los temas donde se marca con mayor énfasis la vigencia de un periodista es la capacidad de autocrítica. Capacidad que le permitirá saber si ha cumplido con el lema de “Vida y obra” que caracteriza este galardón. ¿Hemos cumplido? ¿Ha cumplido el periodismo colombiano con la enorme responsabilidad que le incumbe? La respuesta no es fácil y le toca a cada uno en particular. En todo caso, hay dos o tres defectos que no pueden ocultarse ni soslayarse y que, en las actuales circunstancias del país, deben ser estudiados y analizados por los medios desde su interior.
Primero, la obligación de informar exactamente sobre la noticia, con todos los datos, sin ocultar, ni tergiversar ninguno. Así de sencillo, como dicen los mismos locutores de TV y los columnistas de la prensa escrita. Pero esta sencillez es la que está faltando en todo el proceso noticioso de la guerra, en el cual todo se confunde, hasta el grado de no saber quiénes son los combatientes... pues se omite informar quiénes son y cuándo y cuántos son los personajes a los que se refiere la presunta noticia.
Segundo, la curiosa pero auténtica conspiración del silencio sobre temas, hechos y personajes de primera magnitud, pero que son sistemáticamente ocultados según el capricho de directores y jefes de redacción que han olvidado la base esencial de la profesión que reside en informar, informar e informar, como diría el presidente Uribe.
Lo interesante es que tales olvidos, constituidos ahora en arma preferida del periodismo light, resultan contraproducentes para sus quevedianos cultores. Pues lo cierto es que los muertos que VOS matáis siguen vivos. Los problemas y las gentes no desaparecen porque lo quieran unos cuantos. El más clamoroso ejemplo es el del doctor López Michelsen, ignorado, olvidado, vetado y perseguido como candidato durante muchos años y quien finalmente llegó a la Presidencia de la República, sin el permiso periodístico de nadie.
Los periodistas de El Tiempo, Semana, La Nueva Prensa, en sus versiones de revista y diario, Flash y Contrapunto, y Cromos, en su etapa de los años noventas, combatieron duramente contra aquella conspiración y tuvieron la recompensa adecuada, que no debía ser la única, de ver aumentar su circulación y su influencia en forma notable.Lógica respuesta de los lectores a revistas cuyas separatas semanales gratuitas (antes de inventarse la Publicidad Política Pagada) era la historia de Colombia de Indalecio Liévano Aguirre, la serie Grandes Movimientos Espirituales de Occidente, preparada por los frailes dominicos Luis Alberto Alfonso y José María Flores Arzayus, y los documentos políticos de Alfonso López Michelsen, Carlos Lleras Restrepo, Álvaro Uribe Rueda, Camilo Torres, Ruiz Novoa, Hernán Vergara, y tantos otros. Aclaro que los reverendos dominicos que habían cometido el pecado de colaborar con nosotros en aquellas separatas fueron expulsados de su convento y sus libros lanzados al espacio...
En aquellos tiempos —y en el fondo hasta hace bastante poco— el periodismo como vida y como obra se confundían. Eso tal vez le da sentido a este premio y a la decisión de proseguir por la misma vía, ahora empeñado en el estudio del periodismo digital.
Hoy tal vez a nadie le parece inverosímil cualquiera de los más abracadabrantes y utópicos escenarios. Alianzas políticas contranatura, eventuales nuevas constituyentes, división de la patria en cuantos feudos electorales se necesiten, prensa efímera, conglomerados económicos suicidas, sacrificio de nuestros mejores hombres y nuestros más insignes periodistas, Guillermo Cano y Luis Carlos Galán, paraíso mundial de drogas y homicidios, ¡qué más queremos! Es el primer canto del Infierno dantesco... La ausencia de Galán... Pero si la ausencia de Galán sigue siendo una auténtica tragedia nacional para el periodismo, la política y la imprescindible y ejemplarizante enseñanza de los valores espirituales de una sociedad civilizada también resultan un paradigma esencial y así lo presentamos durante años en Cromos y en nuestros comentarios radiales.
Hay que subrayar, sin embargo, que la Divina Comedia nos ofrece también el Purgatorio y el Cielo... Sí, los colombianos somos capaces de multiplicar nuestros anhelos de paz, fe y esperanza en un porvenir mejor, como lo han logrado otros pueblos devorados por la violencia pero que supieron dialogar con responsabilidad y seriedad sobre su propio devenir histórico... ¡Aguantemos entonces!...
El periodismo tiene todavía mucho por hacer. No hay que descansar sobre los viejos y merecidos laureles pues tenemos un largo trecho por descubrir. Lo demuestra la red, la web. No parece imposible ni demasiado ambicioso mejorar la calidad de las informaciones; facilitar la libre circulación de las noticias dentro de las fronteras nacionales y de un país a otro, y ofrecer a los periodistas la más completa educación y formación profesional y cultura posibles...
El análisis riguroso de la prensa escrita, la evocación y la oportunidad de la radio, el impacto de la verdad televisiva, el documento permanente de la fotografía y la crítica búsqueda de la más profunda realidad humana en la caricatura son las facetas de esta hermosa y difícil profesión...
La noticia no es un vano acontecer, es la trama en que se juega la vida de los millones de individuos que conforman las sociedades humanas... Lo hemos dicho y repetido tantas veces: el periodista y el comunicador social son en estos tiempos protagonistas y dueños de una parcela importante de poder... ¿Qué hacer con ese poder multiplicado ahora por Internet? ¿O el poder para qué?, como preguntaba Darío Echandía hace cincuenta años, mientras el país se incendiaba... El no haberlo sabido nos costó mucho a los colombianos, y especialmente a los periodistas que debimos enfrentarnos a la censura, el cierre y la persecución...
La obra de Liévano, publicada por Semana y La Nueva Prensa resultó superior a todas las expectativas y se convirtió en una verdadera querella nacional, cuyos ecos todavía resuenan en el sustrato cultural colombiano.
Hoy, cuando naufragamos en el desconcierto, sería bueno un retorno a las ideas primigenias. En un decreto de abril de 1811, el presidente Jorge Tadeo Lozano, preconiza “un indulto”, es decir,
un olvido por lo pasado en razón de aquellas personas que por sus opiniones políticas hayan parecido opuestas o menos adictas a la causa de nuestra transformación... un indulto para todas las personas presas o detenidas en consecuencia o por motivo de la revolución, conciliado no obstante con la seguridad de la Patria, que alejará de su seno a los que la puedan ser perjudiciales...
Lenguaje que podría solucionar tantas trágicas cosas si se recordara, como lo hacía don Miguel Antonio Caro, que “el lenguaje no es invención de los hombres sino tradición inmemorial...” Y si se divulgara con énfasis la tesis del expresidente López Michelsen según la cual la enseñanza del concepto cristiano de la dignidad humana llevó a los indios a concebir el Estado como un poder limitado por derechos naturales inherentes a la condición de criatura racional de sus sujetos...
El maestro de maestros Jorge Luis Borges dijo alguna vez que “los escritores escriben para la memoria y los periodistas para el olvido”. Y un estudio sobre la influencia de la prensa en la sociedad contemporánea señala que los periodistas tenemos derechos pero también deberes y que la prensa debe ser un servicio de interés público.
“Solo merecen vivir las empresas periodísticas que desarrollan una función real, que representan algo concreto en la sociedad nacional o regional en que se publican”, lo ha dicho el presidente de la Federación Nacional de la Prensa Italiana Paolo Murialdi. Tema que aquí recojo para futuros polemistas.
En la reiteración de principios que enarbolaron siempre mis publicaciones se dijo y se escribió: “legatarios —por más pequeña que sea nuestra parte— de una civilización espléndida, que ve en la libertad de conciencia su más noble conquista, consideramos deber irrevocable de escritores públicos la defensa de esa libertad”.
Permítanme repetirlo hoy, con igual énfasis. Y agradecer su paciencia y gentileza.
De nuevo muchas gracias.